La última vez que tuve una discusión conmigo, me prometí no gritarme más.
Me prometí no hacerme daño y demostrarme que valgo más de lo que creía y que puedo conseguirlo.
Me juré no volver a pisar más ese maldito vagón de sueños frustrados y de cadenas que atan y dejar que ese tren se fuera lejos.
Subirme en otra estación con la esperanza de encontrar lo que tanto tiempo busqué. Disfrutar del viaje mientras busco. Encontrar y descubrir nuevos lugares en mi interior que pueden ser hogar y que conseguí cicatrizar.
Dejar de romper ese espejo que se empeña en mostrar caras que ya no existen.
Aceptarme y quererme, o al menos intentarlo.
En la última discusión que tuve conmigo, me hice tanto daño que creí no recomponerme nunca. Me culpé y me pisoteé tantas veces que todavía quedan restos de huellas en mi piel.
Puede que siga discutiendo de vez en cuando, pero ahora creo que puedo sostener la culpa y el miedo sin que me desgarre por dentro.
También me prometí dejar marchar a esa niña de ojos tristes. Ya no existe. Y debo encontrar un hueco en mí para perdonarla, porque creo que ella ya lo hizo.