Sigo intentando limpiarme.
Quitarme del alma los reproches, las excusas que me pesan como piedras, ese susurro hiriente que repite:
“podrías haberlo hecho mejor”.
Toda la tierra que me arrojo encima podría alzar un cadalso, pero también un refugio.
Y sin embargo, me empeño en levantar muros que se cierran sobre mí, ciegos, fríos, impenetrables.
Nunca es suficiente.
Por más que me esfuerce, siempre queda una tela invisible que enturbia la luz.
Ser tan exigente conmigo es un veneno lento.
Me cuesta colgar medallas
en el pecho que las merece.
Quizá la clave no sea arrancar esta voz, sino aprender a convertir el látigo en abrazo y dejar que el muro me proteja, si logro mirarlo distinto.
En cada grieta se abre un resquicio y por él se cuela la claridad.
La vida me recuerda, con paciencia, que incluso en la sombra puede germinar la esperanza.
No busco borrar mis errores, camino con ellos, como quien lleva cicatrices que cuentan mil historias.
Quizá nunca deje de exigirme, pero podría hacerlo sin cadenas, sin culpas.
Y tal vez, en ese gesto mínimo, encuentre la paz que he estado buscando tanto tiempo.