Cómo quisiera contarte

Cómo quisiera contarte que en mi cielo ya no veo solo nubes negras. Y si las hay, las transformo en animales gigantes. Las moldeo a mi antojo y espero que carguen sobre mí, sin miedo, bailando bajo ellas.
Cómo quisiera que sintieras la lluvia caer sobre tus mejillas, chapotear en los charcos y ensuciarte de fango.
Cómo quisiera que sintieras el abrazo de un bosque, el murmullo de los árboles y la hierba mojada en tus pequeños pies descalzos.
No, no tengas miedo, ya no debes temer nada. Aquí no existe el hombre del saco. Puedes quedarte jugando el rato que quieras.
Cómo quisiera decirte que ahora sé que podría cuidar de ti como nadie supo hacerlo. Que nos quedaríamos tumbadas bajo las estrellas y contaríamos historias para no dormir.
Cómo quisiera tener el valor de escribir nuestra historia, plasmarla en papel y hacer un avión, que vuele cual cometa todo ese dolor.
Cómo quisiera que vieras que ya no soy la misma y solo desearía que estuvieras orgullosa de mí. Porque todo lo que estoy consiguiendo es por nosotras.







Un día me iré.

Un día me iré.
Tomaré el camino más largo.
Apartaré las migas de pan que nunca me llevaron a ninguna parte.
Dejaré de buscarle sentido a todo y lamentaré no haberme ido antes.
Caminaré por lugares nuevos y dejaré la desidia enterrada en algún rincón.
Me iré para encontrar cien motivos para quedarme.
Y en el trayecto, trataré de desenredar todos los nudos que quedaron aprisionando mi pecho.
Descansaré entre las hojarascas.
Y cuando el silencio me alcance, no dolerá.
Será un silencio distinto, lleno de espacio para comenzar.
Miraré mis manos vacías y entenderé que están listas para sostenerme.
Y tal vez, al final del camino, me encuentre conmigo, me cuide y me perdone.
Entonces sabré que irse no era huir.
O tal vez solo huyo de lo que fui y necesito saber quién soy sin heridas ni cicatrices.
Entender que soy capaz de escalar montañas y de volar cuando sé que mi lugar ya no es el que habito.
Un día me iré, pero me iré bien.
No pretendo dejar el desastre tras mis pies.
Como si de un ser evanescente se tratase.
Sin hacer ruido. Invisible, como siempre fui para el mundo.
Solo dejando una pequeña huella.
Dentro de ti tal vez.
Solo espero que cuando sientas esa huella, te haga sonreír.



Rozando el límite

Es curioso cómo a veces necesitamos llegar al límite para comprender el verdadero valor de los momentos, de las personas, e incluso de nosotros mismos.
Ese límite que nos empuja a revisar cada error (aunque no haya sido propio), cada tropiezo, cada decepción, como si fueran derrotas escritas en nuestra piel.
Nos frustramos cuando alguien intenta hablar de lo que pueden enseñarnos los malos tiempos. Nos parece injusto el karma (si es que realmente existe), porque nunca se manifiesta cuando más lo necesitamos.
Intentas cruzar esa delgada barrera que te separa de tu propia realidad, aunque los pensamientos intrusivos sigan apareciendo como sombras persistentes.
Aun así, haces a un lado todo aquello que pesa, porque ya conoces ese abismo, y buscas llenar los vacíos con libros, con dibujos, con caminatas silenciosas. Con tardes de café y viernes compartidos con amigos que, sin saberlo, siembran esperanza en tu interior (esa esperanza que sabes imprescindible) para seguir adelante sin volver a rozar ese límite (ni mucho menos cruzarlo).



 

Oídos sordos

El silencio se cuela por todos los rincones.
Rompe en pedazos los cristales y estos se incrustan en la piel (y en la garganta).
Impregna el aire de resignación y deja dañadas las cuerdas vocales.
No hay espacio para palabras huecas, ni gritos de auxilio.
En silencio, infecta cada parte de la estancia y de nosotros.
Solo reverbera la derrota.
Se quiebran las ramas del árbol ya caído.
No hay raíces que lo sustenten.
Solo el silencio de quien no quiere escuchar y hace oídos sordos al eco de lo que nunca se dijo.




Vestida de otoño

Hoy me he vestido de otoño, con colores amarillos, rojizos y ocres.
He pisado sobre esas promesas que dejé por el camino.
Sé que es momento de desprenderme de lo que no sirve.
Dejar atrás aquello que no aporta nada, para dar paso a nuevos brotes, nuevos comienzos.
Caminaré, quizá, desnuda y desprotegida durante un tiempo. Seré vulnerable a la tormenta y al viento.
Me inundaré en dudas y, en otras ocasiones, mis fuerzas se irán apagando.
Pero sé que brotaré de nuevo.
Ya siento frío en mis costillas, y la nostalgia ya no me sirve de abrigo.
Tejeré una manta con todas las cosas que no dije. Remendaré cada nudo que quedó prisionero.
Debo prepararme para el frío invierno.
Saber dónde comenzar a abrazarme, a sentirme y a besarme.
Para desprenderme de la escarcha de mis entrañas, antes de que lleguen la rabia y el miedo.







Una forma impersonal llamada carne

A mi alrededor solo intuyo tu presencia.
Tus besos no son tangibles, salvo aquellos que guarda mi memoria.
Esa química que recorre mi cuerpo, vibrando en iones, me convierte en una forma impersonal hecha carne.
Y es ahí donde quisiera que fuéramos iones y cloro, expandiéndonos por cuerpos que rozan el límite.
Cruzamos miradas y atrapamos deseos escondidos en silencios incómodos.
Seguimos nuestro camino, asumiendo la derrota, con los labios empapados de anhelos.
Nos hacemos diminutos y acogemos la incertidumbre entre las manos, esperando que, algún día, esta química se expanda en nuestros cuerpos, enredados en algo más que una forma impersonal llamada carne.
 

Limpieza exhaustiva

Sigo intentando limpiarme.
Quitarme del alma los reproches, las excusas que me pesan como piedras, ese susurro hiriente que repite:
“podrías haberlo hecho mejor”.
Toda la tierra que me arrojo encima podría alzar un cadalso, pero también un refugio.
Y sin embargo, me empeño en levantar muros que se cierran sobre mí, ciegos, fríos, impenetrables.
Nunca es suficiente.
Por más que me esfuerce, siempre queda una tela invisible que enturbia la luz.
Ser tan exigente conmigo es un veneno lento.
Me cuesta colgar medallas
en el pecho que las merece.
Quizá la clave no sea arrancar esta voz, sino aprender a convertir el látigo en abrazo y dejar que el muro me proteja, si logro mirarlo distinto.
En cada grieta se abre un resquicio y por él se cuela la claridad.
La vida me recuerda, con paciencia, que incluso en la sombra puede germinar la esperanza.
No busco borrar mis errores, camino con ellos, como quien lleva cicatrices que cuentan mil historias.
Quizá nunca deje de exigirme, pero podría hacerlo sin cadenas, sin culpas.
Y tal vez, en ese gesto mínimo, encuentre la paz que he estado buscando tanto tiempo.




Lo que queda de mí, volverá a renacer de nuevo

A menudo creo que debería dejar que todo se fuera a la mierda, que todo se derrumbara como un castillo de naipes.
Ya me cansé de reconstruir algo que ya está roto, intentando rellenar grietas con el maldito polvo de plata y oro.
Jamás pensé que lograría ponerme como prioridad, y ahora sé que no es egoísmo, sino supervivencia.
Ya no me sirven las disculpas ni las promesas que no se encarnar en hechos.
No soy de acero, aunque me empeñe en desprenderme de una fina capa cada día para parecerlo.
Sangro y lloro.
Comenzaré mi construcción desde cero.
Aunque cueste.
Aunque tiemble.
Necesito confiar en que todavía puedo.
Que es cierto cuando digo que nunca me rindo.
Pero esta vez será conmigo.




Ceguera emocional

A veces soy incapaz de ver el verdadero valor de las cosas.
No porque no vea, sino porque dejo de mirar.
Dejo de sentir el valor de lo que tengo,
de lo que soy, de lo que me rodea.
Como si diera por hecho que todo estará ahí para siempre, inmutable, eterno. Me dejo arrastrar por la rutina, por el cansancio, por esta ceguera emocional que nubla mis sentidos.
Y por tanto, no consigo valorarme y reconocer mis avances.
No me detengo a pensar que hay quienes darían lo que fuera por tan solo una parte mí, aunque sea algo invisible, intangible, fugaz.
Pero cuando llego al límite, cuando todo dentro se rompe, mis sentidos se apagan. Mi percepción se estrecha… 
Solo entonces me doy cuenta de lo lejos que estoy de la verdad.
De lo encerrada que estoy en una realidad que ya no sostiene nada.
Y duele.
Duele ver todo con claridad, cuando ya no queda nada por sostener.
Y descubro que, tras esa venda y esa falsa realidad, también existe un mundo increíble por descubrir.
Aunque duela. 
Aunque cueste. 





Tejiendo quimeras

No te quedes a mi lado si no lo sientes.
No insistiré más.
Deberías leer en mis ojos cuánto te he necesitado.
El vértice de mis brazos ya no encuentra refugio en los tuyos.
Ya no hay melodías ni bailes de medianoche.
Me acostumbré a la soledad de una estancia llena, pero vacía por dentro.
En mi caótico espacio, no supiste (o no quisiste) acurrucarte a mi lado.
Y, engullendo mis ganas y mis silencios, dejabas nuestros sueños en puntos suspensivos.
Dejé impregnadas mis mañanas de deseos inalcanzables, y tú, a kilómetros de mí, no encontrabas la puerta de entrada… ni la de salida.
Me acostumbré a levantar mi castillo y mi fortaleza, y me quedaba tejiendo quimeras.
Ya no necesito tantas armaduras para sostener la vida.
Aprendí a manejar la ira con pequeños grandes momentos que lograron llenar esos huecos vacíos.
Sigo aprendiendo...
Sigo rellenando grietas con polvo de oro y plata. Porque no, yo nunca me rindo.
¿Y sabes qué?
Contigo sí lo he hecho.



Silencios rotos

Todavía pesa, claro que pesa, pero, joder, no puede ser siempre todo bonito y brillante. También existen los colores grises, aunque a menudo no quieras reconocerlo. Debes tener días malos. Recordar todo por lo que has pasado para darte cuenta de lo que has avanzado y lo que has superado. ¿Y qué más da si nadie se da cuenta? Si tampoco se dieron cuenta cuando caíste y estabas en el fango. ¿Quién te ayudó a salir de él?
Sabes perfectamente que te necesitas, por encima de todo, eres el amor de tu vida. Aunque en muchas ocasiones te hayas odiado, rechazado o culpado por cosas que no estaban en tu mano.
Eres tan fuerte que no eres consciente de lo que eres capaz de resistir, hasta que no te quedó otra opción que hacerlo.
Y ¿qué? Estás aquí, superando obstáculos y subiendo escalones que jamás pensaste que lograrías subir.
Debes sentirte orgullosa de todo lo que has logrado en silencio. Porque nadie ha sufrido tus rasguños ni ha curado tus heridas más que tú.
Valórate, joder, que ya va siendo hora.
Mereces más sonrisas que lágrimas y más bailes que heridas.
Nunca es tarde.
No lo olvides.
Y quien quiera seguirte, será bienvenido.
Quien no te acepte, ya sabe dónde está la puerta de salida.
La vida es demasiado corta para perder el tiempo.
¿No crees?




Cómo quisiera contarte

Cómo quisiera contarte que en mi cielo ya no veo solo nubes negras. Y si las hay, las transformo en animales gigantes. Las moldeo a mi antoj...