Cartografía del silencio

En qué parte de mi hemisferio coloco el silencio, porque quizá ninguna de las dos partes esté ya conectada y nuestros recuerdos yacen perdidos en ese abismo que nos separa de lo que fuimos.
Si es que fuimos algo en algún momento.
Me desespera este estado de embriaguez constante, este ir y venir de sentimientos sin sentido.
A veces creo escuchar un eco, una vibración tenue que intenta recordarme quién era, pero se disuelve antes de alcanzar la forma. Y me pregunto si vale la pena seguir hurgando en esos restos, o si es mejor dejar que el silencio termine de cubrirlo todo. Porque quizá en ese vacío que tanto temo, aún quede un espacio para reconstruirme sin las sombras de lo que ya no entiendo.




Sostener el equilibrio sin dañarnos

Mantener el equilibrio suele ser difícil de conseguir. Queremos dejar atrás tantas etapas que vaciaron nuestra estancia, que olvidamos que el tiempo se mide en instantes irrepetibles y que, aunque queramos olvidar ciertos momentos vividos, son ellos los que han marcado nuestro carácter y han forjado la fortaleza que nos define.
Quizá no podamos evitar recordar esas cicatrices que nos han formado, pero podemos permitir que la luz pase a través de ellas.
Sostener durante demasiado tiempo algo que no existe solo nos dañará.
Aferrarnos a algo que está muerto, sin dejarlo ir, solo nos engañará.
¿A quién pretendes engañar?
Porque, en el fondo, sabes perfectamente qué es real y qué merece la pena mantener en equilibrio, sin que nos dañe más de lo que ya lo hizo.





Fuego y escarcha

Me acostumbré al frío del invierno.
A abrazarme en las noches oscuras y heladas.
A no dejar entrar a nadie en lo que habita mi mente.
A construir una coraza para resguardarme del mundo.
Viajé por mil recuerdos donde mis anhelos no me encontraban.
No sé si fui yo quien cerró el paso a un abrazo, o si nadie supo cómo ofrecérmelo.
Hay días en que tiemblo buscando un rayo tibio.
He aprendido a convivir con el silencio, aunque a veces grite en mi pecho.
He visto florecer inviernos dentro de mí, porque incluso el frío enseña que hay belleza en seguir respirando bajo la escarcha.
Quizás algún día deje una rendija abierta, para que entre la brisa de otro amanecer, y me recuerde que incluso lo congelado
puede volver a sentir.
Y soy de enero, aunque no de frío.
Tengo fuego en las entrañas, aunque a veces me vista de escarcha.
Qué mejor abrigo para mis inviernos que ver arder en mi hoguera los demonios de mi infierno.



Cómo quisiera contarte

Cómo quisiera contarte que en mi cielo ya no veo solo nubes negras. Y si las hay, las transformo en animales gigantes. Las moldeo a mi antojo y espero que carguen sobre mí, sin miedo, bailando bajo ellas.
Cómo quisiera que sintieras la lluvia caer sobre tus mejillas, chapotear en los charcos y ensuciarte de fango.
Cómo quisiera que sintieras el abrazo de un bosque, el murmullo de los árboles y la hierba mojada en tus pequeños pies descalzos.
No, no tengas miedo, ya no debes temer nada. Aquí no existe el hombre del saco. Puedes quedarte jugando el rato que quieras.
Cómo quisiera decirte que ahora sé que podría cuidar de ti como nadie supo hacerlo. Que nos quedaríamos tumbadas bajo las estrellas y contaríamos historias para no dormir.
Cómo quisiera tener el valor de escribir nuestra historia, plasmarla en papel y hacer un avión, que vuele cual cometa todo ese dolor.
Cómo quisiera que vieras que ya no soy la misma y solo desearía que estuvieras orgullosa de mí. Porque todo lo que estoy consiguiendo es por nosotras.







Un día me iré.

Un día me iré.
Tomaré el camino más largo.
Apartaré las migas de pan que nunca me llevaron a ninguna parte.
Dejaré de buscarle sentido a todo y lamentaré no haberme ido antes.
Caminaré por lugares nuevos y dejaré la desidia enterrada en algún rincón.
Me iré para encontrar cien motivos para quedarme.
Y en el trayecto, trataré de desenredar todos los nudos que quedaron aprisionando mi pecho.
Descansaré entre las hojarascas.
Y cuando el silencio me alcance, no dolerá.
Será un silencio distinto, lleno de espacio para comenzar.
Miraré mis manos vacías y entenderé que están listas para sostenerme.
Y tal vez, al final del camino, me encuentre conmigo, me cuide y me perdone.
Entonces sabré que irse no era huir.
O tal vez solo huyo de lo que fui y necesito saber quién soy sin heridas ni cicatrices.
Entender que soy capaz de escalar montañas y de volar cuando sé que mi lugar ya no es el que habito.
Un día me iré, pero me iré bien.
No pretendo dejar el desastre tras mis pies.
Como si de un ser evanescente se tratase.
Sin hacer ruido. Invisible, como siempre fui para el mundo.
Solo dejando una pequeña huella.
Dentro de ti tal vez.
Solo espero que cuando sientas esa huella, te haga sonreír.



Rozando el límite

Es curioso cómo a veces necesitamos llegar al límite para comprender el verdadero valor de los momentos, de las personas, e incluso de nosotros mismos.
Ese límite que nos empuja a revisar cada error (aunque no haya sido propio), cada tropiezo, cada decepción, como si fueran derrotas escritas en nuestra piel.
Nos frustramos cuando alguien intenta hablar de lo que pueden enseñarnos los malos tiempos. Nos parece injusto el karma (si es que realmente existe), porque nunca se manifiesta cuando más lo necesitamos.
Intentas cruzar esa delgada barrera que te separa de tu propia realidad, aunque los pensamientos intrusivos sigan apareciendo como sombras persistentes.
Aun así, haces a un lado todo aquello que pesa, porque ya conoces ese abismo, y buscas llenar los vacíos con libros, con dibujos, con caminatas silenciosas. Con tardes de café y viernes compartidos con amigos que, sin saberlo, siembran esperanza en tu interior (esa esperanza que sabes imprescindible) para seguir adelante sin volver a rozar ese límite (ni mucho menos cruzarlo).



 

Oídos sordos

El silencio se cuela por todos los rincones.
Rompe en pedazos los cristales y estos se incrustan en la piel (y en la garganta).
Impregna el aire de resignación y deja dañadas las cuerdas vocales.
No hay espacio para palabras huecas, ni gritos de auxilio.
En silencio, infecta cada parte de la estancia y de nosotros.
Solo reverbera la derrota.
Se quiebran las ramas del árbol ya caído.
No hay raíces que lo sustenten.
Solo el silencio de quien no quiere escuchar y hace oídos sordos al eco de lo que nunca se dijo.




Vestida de otoño

Hoy me he vestido de otoño, con colores amarillos, rojizos y ocres.
He pisado sobre esas promesas que dejé por el camino.
Sé que es momento de desprenderme de lo que no sirve.
Dejar atrás aquello que no aporta nada, para dar paso a nuevos brotes, nuevos comienzos.
Caminaré, quizá, desnuda y desprotegida durante un tiempo. Seré vulnerable a la tormenta y al viento.
Me inundaré en dudas y, en otras ocasiones, mis fuerzas se irán apagando.
Pero sé que brotaré de nuevo.
Ya siento frío en mis costillas, y la nostalgia ya no me sirve de abrigo.
Tejeré una manta con todas las cosas que no dije. Remendaré cada nudo que quedó prisionero.
Debo prepararme para el frío invierno.
Saber dónde comenzar a abrazarme, a sentirme y a besarme.
Para desprenderme de la escarcha de mis entrañas, antes de que lleguen la rabia y el miedo.







Una forma impersonal llamada carne

A mi alrededor solo intuyo tu presencia.
Tus besos no son tangibles, salvo aquellos que guarda mi memoria.
Esa química que recorre mi cuerpo, vibrando en iones, me convierte en una forma impersonal hecha carne.
Y es ahí donde quisiera que fuéramos iones y cloro, expandiéndonos por cuerpos que rozan el límite.
Cruzamos miradas y atrapamos deseos escondidos en silencios incómodos.
Seguimos nuestro camino, asumiendo la derrota, con los labios empapados de anhelos.
Nos hacemos diminutos y acogemos la incertidumbre entre las manos, esperando que, algún día, esta química se expanda en nuestros cuerpos, enredados en algo más que una forma impersonal llamada carne.
 

Limpieza exhaustiva

Sigo intentando limpiarme.
Quitarme del alma los reproches, las excusas que me pesan como piedras, ese susurro hiriente que repite:
“podrías haberlo hecho mejor”.
Toda la tierra que me arrojo encima podría alzar un cadalso, pero también un refugio.
Y sin embargo, me empeño en levantar muros que se cierran sobre mí, ciegos, fríos, impenetrables.
Nunca es suficiente.
Por más que me esfuerce, siempre queda una tela invisible que enturbia la luz.
Ser tan exigente conmigo es un veneno lento.
Me cuesta colgar medallas
en el pecho que las merece.
Quizá la clave no sea arrancar esta voz, sino aprender a convertir el látigo en abrazo y dejar que el muro me proteja, si logro mirarlo distinto.
En cada grieta se abre un resquicio y por él se cuela la claridad.
La vida me recuerda, con paciencia, que incluso en la sombra puede germinar la esperanza.
No busco borrar mis errores, camino con ellos, como quien lleva cicatrices que cuentan mil historias.
Quizá nunca deje de exigirme, pero podría hacerlo sin cadenas, sin culpas.
Y tal vez, en ese gesto mínimo, encuentre la paz que he estado buscando tanto tiempo.




Lo que queda de mí, volverá a renacer de nuevo

A menudo creo que debería dejar que todo se fuera a la mierda, que todo se derrumbara como un castillo de naipes.
Ya me cansé de reconstruir algo que ya está roto, intentando rellenar grietas con el maldito polvo de plata y oro.
Jamás pensé que lograría ponerme como prioridad, y ahora sé que no es egoísmo, sino supervivencia.
Ya no me sirven las disculpas ni las promesas que no se encarnar en hechos.
No soy de acero, aunque me empeñe en desprenderme de una fina capa cada día para parecerlo.
Sangro y lloro.
Comenzaré mi construcción desde cero.
Aunque cueste.
Aunque tiemble.
Necesito confiar en que todavía puedo.
Que es cierto cuando digo que nunca me rindo.
Pero esta vez será conmigo.




Cartografía del silencio

En qué parte de mi hemisferio coloco el silencio, porque quizá ninguna de las dos partes esté ya conectada y nuestros recuerdos yacen perdid...