A menudo, sin quererlo, te sorprendes mirando en tu interior, en lo más profundo. Allí donde nadie mira y donde pocas veces te detienes demasiado. Te das cuenta de que esas heridas que juraste que eran cicatrices, sangran de vez en cuando y esas absurdas nimiedades, duelen más de lo que quieres admitir.
Te cansas de cargar con esa coraza, pero no puedes deshacerte de ella. Así que intentas cada día quitar una pequeña capa, muy fina, que no se note. Quizá algún día, sin darte cuenta, la coraza será imperceptible. Pero en el fondo te niegas a desasirte de ella y por las noches, acurrucada en tu cama, comienza una batalla en tu mente de la que sabes que saldrás mal parada y no puedes hacer nada para evitarlo.
Siempre utilizas el silencio estratégicamente en tus guerras y es en ese momento cuando comienzas de nuevo a vestir de finas telas invisibles tu coraza. Siempre la misma táctica. Crees que adornándola con bellos trapos, no notarán que bajo ella hay una armadura impenetrable y bajo esa armadura, un corazón que late y que sangra. Que esconde su dolor entre vísceras y a menudo, ese nudo no lo puede deshacer nadie. Pero ya no importa, has aprendido a vivir con ella y ya es parte de tu piel.
No puedes permitir que atraviesen ese espacio tan tuyo que escondes en la oquedad de tu pecho, entre tus entrañas. Donde todo se remueve cuando sopla viento de nostalgia y no puedes controlar ese vendaval de sentimientos. Deja tu tez mustia, un misterio inescrutable, un ser hermético que solo se expresa sutilmente con el papel y la pluma.
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