De niña, siempre pensaba que el mejor poder que podría tener, era hacer realidad todo lo que escribía.
Plasmaba historias increíbles con diversos finales donde la benevolencia era uno de los requisitos indispensables para que todo encajara a la perfección.
Esa espesa niebla que cubría mis días, no impedía que el sol mostrase su majestuoso brillo.
Mi pluma nunca ejerció dicho poder.
Así que comencé a escribir versos que escondían realidades disfrazadas en metáforas.
Más tarde, la poesía seguía mis pasos.
Sujetaba mi cabeza cuando vomitaba estrofas incoherentes.
Hice trizas sus renglones.
Nunca me abandonó.
Ahí me di cuenta.
De que la pluma ejerció otro tipo de poder sobre mí.
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