Un día, abres la ventana, contemplas el amanecer, respiras profundamente y te das cuenta de que nunca te pusiste en primer lugar y no consigues llenar ese vacío.
Miras alrededor y crees que los lugares a los que un día perteneciste de alguna forma, ya no recuerdan tu ausencia. Tan solo tú sabes dónde quedó ese rastro.
Sientes que necesitas abrazarte hasta dejar de sentir que eres tú, tu problema.
Aprietas con fuerza tus brazos, constriñendo cada parte de tu cuerpo para sanar de una vez a esa niña y que su ira deje de golpearte.
Dejas de cargar en la maleta todas las tormentas y te permites, por una vez, que llueva fuera, sin necesidad de esconderte.
Después, te haces un ovillo y escribes en papel o en Word todo lo que tus párpados han almacenado durante tanto tiempo. Intentas cambiar el tamaño y la fuente para así, tal vez adquiera otro significado diferente.
Las yemas de tus dedos ya conocen tus lágrimas y siguen acompañándote en ese proceso que todavía no consigues ponerle nombre.
Porque de nuevo el miedo, blandido con genialidad retórica, concluye en consecuencia con su objetivo, hacer bullir en tu cabeza los diversos escenarios ficticios que puede ocasionar unas cuantas metáforas mal escritas.
Ese mismo miedo que causa estragos y tuerce la estructura que, con tanto esfuerzo dedicaste a tus sueños.
Aun así, nunca consiguió doblegarte.
Porque ya conoces las diversas formas huecas que puede adoptar el miedo y la derrota.
No, a ti no.
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