Cartas hacia ningún destino

Sigo guardando esas cartas que nunca te envié. Todavía huelen a mí y en algunas de ellas dejo plasmado mis labios en lugar de escribir mi nombre. 
También quemo los bordes e imagino que se trata de un pergamino.
En ellas, guardo decenas de secretos que confieso, a sabiendas de que se quemarán con los bordes del papel. 

Rellenando huecos desesperados

Me he dado cuenta de que ya no tienes ningún valor en mis desvelos.
Que mis sueños merecen mucho más la alegría y no la pena.
Porque sí, porque lo estoy intentando y creo que puedo conseguirlo.
Sigo escuchando esa canción que habla de mí y me desgarraba por dentro y ahora siento que ya no duele tanto.
Y aunque a veces se me escape alguna lágrima, intento no dejar que empañen mis progresos.
Me encanta caminar sin rumbo hacia lugares donde nunca he estado antes.
Ya no me aterra tanto lo desconocido y aunque fuera así, me permito caer, porque ya sé cómo levantarme.

Ponerle nombre

Un día, abres la ventana, contemplas el amanecer, respiras profundamente y te das cuenta de que nunca te pusiste en primer lugar y no consigues llenar ese vacío. 
Miras alrededor y crees que los lugares a los que un día perteneciste de alguna forma, ya no recuerdan tu ausencia. Tan solo tú sabes dónde quedó ese rastro. 
Sientes que necesitas abrazarte hasta dejar de sentir que eres tú, tu problema.
Aprietas con fuerza tus brazos, constriñendo cada parte de tu cuerpo para sanar de una vez a esa niña y que su ira deje de golpearte.

Transformación

Intento mirar al pasado de frente sin derramar una lágrima. 
Ellas se funden con mis horas muertas y mientras corretean por mis mejillas a sus anchas, dibujan un camino hacia mi tráquea, hasta llegar al esternón. 
Todas ellas, se fusionan alimentando cada hueco de mi caja torácica. 
Se han hecho nido cual crisálida para transformar lo que un día dolió.

Todo depende

Todo depende de cómo me he sentido hoy.
Si he sido valiente y he gritado mi nombre.
Si me he atrevido a bailar y a saltar sin motivo alguno.
O puede que haya querido correr bajo la lluvia, sin descanso, hasta no poder más. Hasta que mis miedos calen mis huesos y mis desastres queden empapados en agua limpia y pura.
Que después, pueda deshacerme de todo con una ducha caliente (o fría) y resbale todo lo que no debería importarme para mantenerme viva. 

Qué nos queda después de la poesía

La poesía es el anestésico perfecto para mitigar el dolor de cualquier verdad, que a menudo estrangulamos con alegorías, aunque estas sean i...